La frase de la semana

Estaría buenísimo que antes de irnos a la cama, la vida nos preguntara si deseamos guardar los cambios.

domingo, 16 de marzo de 2014

20 años no es nada

(Al Cesar lo que es del Cesar)
Por Mario Sánchez




Laura sentía una atracción irresistible por César. Más de uno se habrá preguntado qué le había visto. César no era buen mozo, era bajo, rellenito, digamos tirando a retacón. Solo sus ojos claros y su voz seductora arrimaban algún poroto a su handicap.

Los dos se conocían a través de Diego. Diego y César eran amigos desde siempre, desde que eran vecinos en el Gran Buenos Aires. Casi diez años más grande, César era para Diego el hermano mayor que nunca había tenido. Los dos se mudaron a Buenos Aires casi al mismo tiempo, así que pudieron seguir viéndose. Y, llegado el momento, Diego lo introdujo a César a su grupo de amigos de la Facultad, entre quienes se encontraba Laura.

Ella trabajaba en Comercio Exterior y como César era despachante de aduana, cada vez que podía ella le rogaba que le consiguiera un trabajo mejor. En realidad, de manera subliminal le estaba diciendo “llevame a trabajar con vos así podemos estar todo el día juntos”. Pero César no captaba, o no quería captar ese mensaje. Había una razón y Laura la sabía. César estaba casado. Y Laura conocía a la esposa y también a Leila, la hija de ambos. Con los años se fue convirtiendo casi en una tía para Leila y más de una vez habían salido juntas, de compras, a tomar un café. Para la chica era una confidente a la que le contaba todas sus emociones adolescentes.

Así, la relación entre Laura y César habría estado condenada al plano virtual de no ser que un día él decidió que su vida de casado había llegado a su fin. Sin ningún antecedente. La pareja se llevaba bien, se querían. Pero él se había cansado de vivir en pareja. Al menos eso decía a quien quisiera escucharlo.

Le prestaron un pequeño departamento en barrio Norte y allí se instaló. Y Laura no dudó en empezar a asediarlo, ofreciéndose, regalándose casi. No es que César estuviera interesado en ella. Él estaba dispuesto a hacer uso y abuso de su “libertad conyugal”. Dicho en otras palabras, apenas instalado en su nuevo departamento procedió a tirar las redes y se sentó a esperar qué picaba. Y la primera vez que recogió las redes la encontró a Laura.

¿Se podría decir que Laura y César se convirtieron en pareja? Digamos que empezaron a salir, pero siempre a escondidas. Ella quería que él le presentara a sus amigos y llevarlo, a su vez, a las reuniones a las que la invitaban. Pero César esgrimía la excusa de que no quería que la ex esposa y sobre todo la hija se enteraran de que andaban juntos, debido a la relación y el conocimiento que existían entre ellas. En la práctica, parecía que César seguía casado y que ellos eran amantes que debían hacer todo a escondidas, ocultos de los demás. De vez en cuando, ella se quedaba un par de días en el departamento de él. Otras veces se daba a la inversa. Pero muchos fines de semana ella se quedaba sola o salía con amigas porque él tenía reuniones donde “no podía llevarla”.

 Tuvieron infinidad de peleas y reconciliaciones. Nunca supe si aquella noche que con mi esposa lo encontramos en el Village de Recoleta con otra mujer, estaban atravesando un impasse con Laura o si directamente estaba saliendo a sus espaldas. Él se percató que lo habíamos visto y, para evitar que nos acercáramos y se viera forzado a presentarnos a su circunstancial compañía, se aproximó solitario a saludarnos.

Con el tiempo, Laura fue despidiéndose del casamiento, despidiéndose de ser madre. Si quería seguir junto a César, esas eran palabras prohibidas. Quizá César habría estado orgulloso de ser padre otra vez. Pero Laura era consciente de que habría tenido que dedicarse a su hijo ella sola y eso era imposible. Se auto consolaba pensando que tanto lidiar con sus sobrinos, reales y postizos, la había convencido de que no tenía paciencia para ser madre. Y así pasaba el tiempo.

 Una tarde sonó el teléfono en casa de Laura. Ella atendió y de inmediato escuchó la voz enfurecida. “¡Sos una hija de puta!” La voz de Leila retumbó lacerante como la hoja de un puñal. Laura quedó petrificada, imposibilitada de articular un sonido. No sabía qué responderle. ¿Se había enterado de la relación que mantenía con su padre? Por suerte para ella, Leila prosiguió, ya más distendida. “¿Qué pasa, Lau? Ya no me llamás como antes, ya no salimos...” La sangre de Laura volvió a circular. Como pudo buscó excusas. Cada palabra que decía le hacía pensar que la chica iba a entrever lo que pasaba entre su padre y ella. Nunca supo si le creyó. Por lo menos, tampoco atisbó la realidad. Pero esa relación se le hacía cada vez más difícil de sobrellevar.

Hace casi tres años fui un sábado a cenar con Laura. Yo hacía poco que había enviudado y ella andaba en banda esa noche. Charlamos mucho durante la cena. Mi fallecida esposa fue tema recurrente ya que yo la había conocido a través de Laura y fue su madre quien tuvo la visión de que podíamos hacer una buena pareja. Pero en cuanto pude no evité preguntarle por César. “Se terminó”, me contestó. “Basta. Dieciocho años son suficientes. Tengo que empezar una nueva vida.” La miré con mi mejor cara de incrédulo. Ella se sonrió. “Ya sé que no me crees un carajo, pero esta vez va en serio. No puedo seguir viviendo como la clandestina si salgo con un tipo separado, sin otros compromisos.” Me esforcé por creerle. No sé si ella creía sus propias palabras.

Un día, hace casi un año, como hacía mucho que no hablábamos, la llamé para ver cómo estaba. Después de contarnos las banalidades de los últimos tiempos de nuestras respectivas vidas, me preguntó: “¿Vos de soltero vivías en Bonifacio al 1500, no?” Le respondí afirmativamente. Entonces me comentó: “El otro día pasé por ahí. Están haciendo unos departamentos muy bonitos donde estaba tu casa” “¿Estás pensando en invertir en la zona?”, le inquirí. Se rió (no tenía ni tiene un centavo partido al medio) y me aclaró “No, lo que pasa es que César se mudó por ahí cerca. El otro día estuve en la casa y pasé por Bonifacio” Hice de cuenta que no había escuchado nada. Quedamos en vernos para almorzar al domingo siguiente.

Luego de que varias manadas de bueyes perdidos atravesaran la mesa del restaurante de Núñez donde nos encontramos, le pregunté o, en realidad, afirmé: “Estas de vuelta con César”. Dijo que sí con una sonrisa. “Hace dos años me dijiste que le habías dado un corte definitivo a la relación” Volvió a sonreír como quien es descubierto en falta. “¿Sabés lo que pasa, Mario? Nos necesitamos. Ni yo puedo estar bien con otro, ni él con otra. Ya lo intentamos y siempre volvemos. Por supuesto, jamás podremos convivir más de dos días seguidos. Para mí son muchos años de vivir sola y no me banco que nadie se entrometa en mi habitat. Pero también necesito esa compañía y solo César es la persona adecuada para eso. ¿Qué querés que te diga?”

Y no, no hacía falta que me dijera nada más. O sí. Podría decirme si lo decía con sentimiento o si lo suyo era mera resignación. Preferí no escarbar en la herida.

Hice la cuenta mentalmente. Dieciocho más dos son veinte. Veinte años de idas y vueltas. Pero veinte años que ella eligió vivir así.