Por Mario Sánchez
Laura sentía una atracción irresistible por
César. Más de uno se habrá preguntado qué le había visto. César no era buen
mozo, era bajo, rellenito, digamos tirando a retacón. Solo sus ojos claros y su
voz seductora arrimaban algún poroto a su handicap.
Los dos se conocían a través de Diego.
Diego y César eran amigos desde siempre, desde que eran vecinos en el Gran
Buenos Aires. Casi diez años más grande, César era para Diego el hermano mayor
que nunca había tenido. Los dos se mudaron a Buenos Aires casi al mismo tiempo,
así que pudieron seguir viéndose. Y, llegado el momento, Diego lo introdujo a
César a su grupo de amigos de la Facultad, entre quienes se encontraba Laura.
Ella trabajaba en Comercio Exterior y como
César era despachante de aduana, cada vez que podía ella le rogaba que le
consiguiera un trabajo mejor. En realidad, de manera subliminal le estaba
diciendo “llevame a trabajar con vos así podemos estar todo el día juntos”.
Pero César no captaba, o no quería captar ese mensaje. Había una razón y Laura
la sabía. César estaba casado. Y Laura conocía a la esposa y también a Leila,
la hija de ambos. Con los años se fue convirtiendo casi en una tía para Leila y
más de una vez habían salido juntas, de compras, a tomar un café. Para la chica
era una confidente a la que le contaba todas sus emociones adolescentes.
Así, la relación entre Laura y César habría
estado condenada al plano virtual de no ser que un día él decidió que su vida
de casado había llegado a su fin. Sin ningún antecedente. La pareja se llevaba
bien, se querían. Pero él se había cansado de vivir en pareja. Al menos eso
decía a quien quisiera escucharlo.
Le prestaron un pequeño departamento en
barrio Norte y allí se instaló. Y Laura no dudó en empezar a asediarlo,
ofreciéndose, regalándose casi. No es que César estuviera interesado en ella.
Él estaba dispuesto a hacer uso y abuso de su “libertad conyugal”. Dicho en
otras palabras, apenas instalado en su nuevo departamento procedió a tirar las
redes y se sentó a esperar qué picaba. Y la primera vez que recogió las redes
la encontró a Laura.
¿Se podría decir que Laura y César se
convirtieron en pareja? Digamos que empezaron a salir, pero siempre a
escondidas. Ella quería que él le presentara a sus amigos y llevarlo, a su vez,
a las reuniones a las que la invitaban. Pero César esgrimía la excusa de que no
quería que la ex esposa y sobre todo la hija se enteraran de que andaban
juntos, debido a la relación y el conocimiento que existían entre ellas. En la
práctica, parecía que César seguía casado y que ellos eran amantes que debían
hacer todo a escondidas, ocultos de los demás. De vez en cuando, ella se
quedaba un par de días en el departamento de él. Otras veces se daba a la
inversa. Pero muchos fines de semana ella se quedaba sola o salía con amigas
porque él tenía reuniones donde “no podía llevarla”.
Tuvieron infinidad de peleas y
reconciliaciones. Nunca supe si aquella noche que con mi esposa lo encontramos
en el Village de Recoleta con otra mujer, estaban atravesando un impasse con
Laura o si directamente estaba saliendo a sus espaldas. Él se percató que lo
habíamos visto y, para evitar que nos acercáramos y se viera forzado a
presentarnos a su circunstancial compañía, se aproximó solitario a saludarnos.
Con el tiempo, Laura fue despidiéndose del
casamiento, despidiéndose de ser madre. Si quería seguir junto a César, esas
eran palabras prohibidas. Quizá César habría estado orgulloso de ser padre otra
vez. Pero Laura era consciente de que habría tenido que dedicarse a su hijo
ella sola y eso era imposible. Se auto consolaba pensando que tanto lidiar con
sus sobrinos, reales y postizos, la había convencido de que no tenía paciencia
para ser madre. Y así pasaba el tiempo.
Una tarde sonó el teléfono en casa de
Laura. Ella atendió y de inmediato escuchó la voz enfurecida. “¡Sos una hija de
puta!” La voz de Leila retumbó lacerante como la hoja de un puñal. Laura quedó
petrificada, imposibilitada de articular un sonido. No sabía qué responderle.
¿Se había enterado de la relación que mantenía con su padre? Por suerte para
ella, Leila prosiguió, ya más distendida. “¿Qué pasa, Lau? Ya no me llamás como
antes, ya no salimos...” La sangre de Laura volvió a circular. Como pudo buscó
excusas. Cada palabra que decía le hacía pensar que la chica iba a entrever lo
que pasaba entre su padre y ella. Nunca supo si le creyó. Por lo menos, tampoco
atisbó la realidad. Pero esa relación se le hacía cada vez más difícil de
sobrellevar.
Hace casi tres años fui un sábado a cenar
con Laura. Yo hacía poco que había enviudado y ella andaba en banda esa noche.
Charlamos mucho durante la cena. Mi fallecida esposa fue tema recurrente ya que
yo la había conocido a través de Laura y fue su madre quien tuvo la visión de
que podíamos hacer una buena pareja. Pero en cuanto pude no evité preguntarle
por César. “Se terminó”, me contestó. “Basta. Dieciocho años son suficientes.
Tengo que empezar una nueva vida.” La miré con mi mejor cara de incrédulo. Ella
se sonrió. “Ya sé que no me crees un carajo, pero esta vez va en serio. No
puedo seguir viviendo como la clandestina si salgo con un tipo separado, sin
otros compromisos.” Me esforcé por creerle. No sé si ella creía sus propias
palabras.
Un día, hace casi un año, como hacía mucho
que no hablábamos, la llamé para ver cómo estaba. Después de contarnos las
banalidades de los últimos tiempos de nuestras respectivas vidas, me preguntó:
“¿Vos de soltero vivías en Bonifacio al 1500, no?” Le respondí afirmativamente.
Entonces me comentó: “El otro día pasé por ahí. Están haciendo unos
departamentos muy bonitos donde estaba tu casa” “¿Estás pensando en invertir en
la zona?”, le inquirí. Se rió (no tenía ni tiene un centavo partido al medio) y
me aclaró “No, lo que pasa es que César se mudó por ahí cerca. El otro día
estuve en la casa y pasé por Bonifacio” Hice de cuenta que no había escuchado
nada. Quedamos en vernos para almorzar al domingo siguiente.
Luego de que varias manadas de bueyes
perdidos atravesaran la mesa del restaurante de Núñez donde nos encontramos, le
pregunté o, en realidad, afirmé: “Estas de vuelta con César”. Dijo que sí con
una sonrisa. “Hace dos años me dijiste que le habías dado un corte definitivo a
la relación” Volvió a sonreír como quien es descubierto en falta. “¿Sabés lo
que pasa, Mario? Nos necesitamos. Ni yo puedo estar bien con otro, ni él con
otra. Ya lo intentamos y siempre volvemos. Por supuesto, jamás podremos
convivir más de dos días seguidos. Para mí son muchos años de vivir sola y no
me banco que nadie se entrometa en mi habitat. Pero también necesito esa
compañía y solo César es la persona adecuada para eso. ¿Qué querés que te
diga?”
Y no, no hacía falta que me dijera nada
más. O sí. Podría decirme si lo decía con sentimiento o si lo suyo era mera
resignación. Preferí no escarbar en la herida.
Hice la cuenta mentalmente. Dieciocho más
dos son veinte. Veinte años de idas y vueltas. Pero veinte años que ella eligió
vivir así.