El encuentro de Richter y Perón

Los hechos:

En agosto de 1948, Ronald Richter, un físico austríaco que acababa de llegar al país, convenció a Juan Perón de que poseía el secreto de la fusión nuclear controlada, una fabulosa fuente de energía que aún hoy el hombre no ha logrado dominar. Por entonces, el gobierno de Perón ya estaba desarrollando algunos proyectos que prometían ser exitosos mediante la participación de científicos alemanes que huían de la derrota. Entre ellos, el que dirigía Kurt Tank, un ingeniero aeronáutico extraordinariamente capaz que diseñaría el Pulqui II, el objeto volador peronista. Tank y Richter se habían conocido en Londres, en un encuentro fugaz. Quizás porque tenía a la vista esas experiencias, Perón creyó en las capacidades de Richter, y así dio comienzo un fenomenal fraude científico.

El texto que sigue pertenece a la ‘Historia universal de la infamia científica’, de MatíasAlinovi, un libro sobre fraudes científicos publicado por Siglo XXI Ediciones (Colección CQL). El libro puede adquirirse en www.bit.ly/infam.

El viaje transcurrió morosamente en barco, sin los ribetes de misión secreta de la travesía de Tank, quizás porque no había nada que proteger, ninguna mercancía crasa, sino sólo los extraordinarios secretos que llevaba en su cabeza, su misma persona; el extraordinario tesoro era él mismo, su capacidad, sus conocimientos, superiores a los de cualquier otro hombre. Y los presagios se confirmaron del modo más extraordinario: a una semana de su llegada, en agosto del año cuarenta y ocho, fue recibido por el general que presidía la nación.

Se llevaron bien desde el primer momento, una secreta armonía los animaba. El general había entendido rápidamente que estaba en presencia de una oportunidad única; el general era inteligente, y afable, y él había sabido, como sabía siempre, encontrar las palabras, las imágenes que supieran convencer, conmover. Les había hablado de los pequeños soles, del pequeño sol argentino. Una enorme cantidad de energía concentrada que él podría manejar a voluntad. Para ilustrar las dificultades de contener tanta energía les habló del cine (la imagen se la habían sugerido los microfilmes de Tank): del arco voltaico que proyecta su luz potente a través de la película; ‘si la película se detiene, el arco voltaico se quema’, dijo, y vio en los rostros militares, después de que el traductor repitiera sus palabras, la expresión asombrada de quien entiende, o cree entender.

Después describió someramente los principios de la energía atómica; las diferencias entre la fisión nuclear, que emplea elementos pesados, como el uranio o el plutonio, y el proceso de la fusión, que utiliza hidrógeno y otros elementos livianos, baratos, abundantes. Las reacciones termonucleares de fusión, aseguró, brindarían energía virtualmente ilimitada y económica. En materia atómica se podía seguir el procedimiento de los norteamericanos, explicó y no pudo reprimir un movimiento de angustia al recordarlos, pero se necesitarían unos seis mil millones de dólares.

‘¿Contamos con ellos?’, le preguntó en un inspirado arranque de confianza al general que presidía la nación. El general ensayó la expresión de contrariedad que habría ensayado un cómico italiano, y hubo un movimiento de risa general entre los militares. Pero también, dijo, estaba el camino de la fusión. Por ese camino podía llegarse a buen puerto o no, porque aún debían hacerse dos o tres descubrimientos en el camino, pero los recursos empleados serían ínfimos. Entonces, siguiendo un nuevo impulso temerario, miró al general que presidía la nación y le preguntó: ‘¿usted se anima?’. Esta vez, el general respondió con alguna seriedad: ‘¿y usted se anima?’. Él le dijo que estaba decidido, y el general utilizó entonces aquella expresión intraducible que, sin embargo, él entendió perfectamente: ‘métale nomás’.

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