Mi única vez

(por Mario Sanchez)

 

Corría el mes de julio de 2006. En la lejana Alemania se disputaba el Campeonato Mundial de Fútbol, aunque ya la Argentina dirigida por Néstor Pekerman (con un Messi aburrido, desencantado y fastidioso y con un Riquelme... ¡vaya! ¡qué notable coincidencia!) había quedado sin asunto.

Nuestra hija, recién recuperada de una mononucleosis, estaba preparando su ingreso a la escuela secundaria y estudiando danzas árabes. Ese sábado tenía clase de danzas cerca de casa, de 13 a 15 y curso de ingreso, de 15:30 a 17:30 en Caballito. Por lo tanto, con mi esposa decidimos, después de dejarla en danza, ir a almorzar hasta la hora en que finalizaba su clase de danza, para luego pasar a buscarla y llevarla a ingreso.

Elegimos un lugar que nos gustaba mucho, el restaurante “A fuego”, en el primer piso del Coto de Cabildo y Maure, cerca de donde estaba nuestra hija. Es una especie de Rodizio: tiene ensaladas libres de gustos variados y la carne y achuras las van llevando a la mesa en pequeñas porciones hasta que uno dice basta o explota.

Siendo las 14:15 consideramos que ya habíamos comido de una manera suficientemente pantagruélica por lo que llamé al mozo para pedirle un agua mineral, dos cafés y la cuenta, de modo de tener todo abonado a la hora de tener que salir. A las 14:25 se aparece nuevamente el mozo con los dos cafés. Le recordé que me debía un agua y la cuenta. Me contestó que ya me llevaba ambos.

Se hicieron las 14:30, las 14:35 y el mozo no aparecía. Me di vuelta, buscándolo con la mirada para pedirle que se apurara. No solo no estaba “nuestro” mozo. No se observaba ninguno ni siquiera en la barra, la que estaba completamente desierta. ¿Se habrían ido a ver el partido que se jugaba a esa hora? No recuerdo cuál era, pero obviamente, no jugaba Argentina.

Ya a las 14:40 empezamos a ponernos nerviosos. Si tanto estaba tardando en traernos la cuenta, ir y volver con la tarjeta para firmar iba a ser un trámite interminable. Y ya veíamos a nuestra hija, recién recuperada de la enfermedad, esperándonos, chupando frío en la puerta del lugar donde estudiaba danzas.

A las 14:45 le sugerí a mi esposa que nos fuéramos poniendo de pie y colocándonos los abrigos. Desde algún lugar estarían mirándonos y saldrían a nuestro encuentro ante ese gesto. Lo hicimos bien lento y ampulosamente, como para no pasar inadvertidos. Los mozos seguían brillando por su ausencia. Propuse, entonces, terminar de recoger nuestras cosas y dirigirnos hacia la puerta. Solía haber una moza allí para recibir nuevos comensales, pero tampoco estaba visible en ese momento.

Nadie salió a interrumpir nuestro camino. Cruzamos el resto del patio de comidas (prácticamente una cuadra) sin obstáculos. Bajamos un piso a buscar el auto. Solo nos faltaba pasar por el control de estacionamiento. Una mínima consumición nos hubiera asegurado el estacionamiento gratuito pero dada las circunstancias, elegí pagar (menos del 10% de lo que habríamos tenido que pagar en el restaurante) y nos fuimos.

Decidimos por un tiempo no volver. Pensábamos que nos iban a reconocer. No nos importaba que nos cobraran lo adeudado pero no queríamos pasar vergüenza.

Mirá si se iban a acordar de dos boludos que se fueron sin pagar...